¿Emociones? ¡Sí, gracias! 

El ocio remite a la inactividad y la desocupación, algo fácil para algunos y complicado para quienes se encuentran más cómodos en el hacer. Hacer es atractivo en sí mismo y tiene además una “ventaja” para algunas personas: mientras hacen cosas, se distraen de lo que son / sienten, donde es fácil no sentirse cómodo.

Si hay algo vital en la dimensión del ser, eso son las emociones. Son clave porque nos abren y cierran posibilidades: yo no logro los mismos resultados si estoy optimista y sereno que si estoy triste y decepcionado. Los entrenadores deportivos saben mucho de esto y se ocupan de preparar el ánimo de sus deportistas antes de competir, para que se coloquen en la emoción que maximice sus posibilidades (coraje, determinación, etc.).

Las emociones repentinas siguen a un estímulo (miedo si me encuentro una serpiente o tristeza si me han dado una mala noticia), pero luego están los estados de ánimo, que se instalan por más tiempo en una persona y nos llevan a describirla como alguien habitualmente miedoso, tristón, optimista, etc. Solemos pensar que nuestro estado de ánimo resulta de lo que nos sucede y no es nada infrecuente que digamos “¿Cómo quieres que esté con lo que me está pasando?”. Parece lógico…pero esconde algo peligroso: damos a lo externo el poder sobre nuestra vida, que pasa a depender de “la suerte”. ¿Y si recuperamos responsabilidad y poder sobre nuestra emocionalidad? Hoy veremos el primer paso, que en realidad todos hemos sabido hacer de pequeños.

Cuando somos niños, las emociones no representan (al menos de entrada) ningún problema: nos limitamos a fluir en ellas. ¿Que algo me da miedo?: grito y en paz; ¿Que me quitan el cubo en el parque?: a por ellos con furia; ¿Que me siento triste?: a llorar “a moco tendido”…Fluyendo así, los niños pasan de una emoción a otra con naturalidad, y la tristeza o la rabia les duran poco tiempo. Todo va bien, hasta que nos aplican esa medicina que los mayores llaman “madurar”. Unas cuantas dosis de “eres un gallina, no te da vergüenza a tus años”, “no puedes reaccionar así, te tienes que aguantar” o “los niños de tu edad no lloran”, y ya estás listo para engrosar las filas del movimiento “¿Emociones? No, gracias”, el más numeroso del mundo. En la vida adulta las emociones llevan sordina, ¡y luego nos extraña que haya gente con el síndrome de Peter Pan!

Si sentimos que no podemos expresar nuestras emociones porque tememos que la acogida no sea la esperada y que nuestra imagen pública se resienta, la salida más obvia es desconectarse de ellas. Procuro no sentir o bien olvidarme lo antes posible de lo que siento (a la voz de “estoy bien, no pasa nada”) y listo: muerto el perro se acabó la rabia. O eso me creo, claro. Porque precisamente por no fluir con la emoción, ésta se me queda “pegada” más tiempo y puede convertirse en un estado de ánimo más largo.

Os invito a un “ocio emocional”, conectando con lo que sentís, expresándoselo a las personas que elijáis y ayudando a los demás a expresar lo que sienten. Si alguien está triste, en lugar de decirle “no llores”, ayúdale a llorar. Que deje salir el llanto y así la tristeza hará su trabajo (que veremos en otro artículo). Si alguien tiene rabia porque se siente injustamente tratado, no le digas “tranquilo”: que empiece por gritar y golpear su rabia en un sitio apartado. Si tiene miedo, ayúdale a expresarlo: fuera del cuerpo tiende a hacerse más pequeño y manejable. Y si ese alguien eres tú, ya sabes qué hacer por ti. Expresa tus emociones: no es de niños, sólo humano. Si fluyes con ellas cuidando cómo hacerlo, te ayudarán a sentirte más vivo y a ser más feliz.

¿Qué emoción te vienes guardando desde hace tiempo o te cuesta más expresar? ¿Cómo y con quién te gustaría sacarla fuera con naturalidad, sabiéndote cuidado? ¿Quién te puede necesitar para que le ayudes a sacar fuera lo que siente y le hagas sentir que tú le sostienes? Las respuestas, y otras preguntas, las tenéis vosotros…

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