Menos Máscaras, más Fiestas

¡Ya están otra vez aquí! Las fiestas navideñas aparecen ya en el horizonte y con ellas los encuentros con amigos, compañeros de trabajo, familia propia y política, etc. Ahí vuelan juicios de todo tipo como si fueran confeti; a los negativos ya les tenemos todos el respeto debido, pero ¿quién se protege contra el impacto de los juicios positivos?

Esos “siempre tan generosa” o “cada vez eres más inteligente” se suelen regalar como flores y parecen inocuos. No obstante, pueden tener una carga involuntaria que conviene conocer. Los juicios positivos que tenemos acerca de nosotros mismos y que vienen muchas veces de lo que nos han dicho en familia de pequeños, suelen gustarnos y generalmente preferimos que los demás sigan pensando que somos eso tan bueno. Esto hace que, de entrada, un juicio positivo “prediga” en cierto modo alguno de nuestros comportamientos: si “soy” inteligente, se espera de mí que diga o haga cosas inteligentes; si “soy” generoso, se esperará que actúe con generosidad. Como son conceptos relativos, me toca esforzarme siempre por merecer ese juicio que me gusta.

Aparece así una cierta “presión” a medida que me van poniendo un listón que se espera que yo alcance (inconscientemente siento que, de no hacerlo, dejaré de ser lo que me dicen que “soy”). Si alguien te dice “tú que eres inteligente, solucióname esto” ¿te sientes totalmente relajado o sientes un cierto miedo a “fallar”? Y si, estando cansado, te dicen “anda, por favor, tú que eres tan bueno, ayúdame” ¿Cuánto espacio sientes que tienes para decir “lo siento, hoy no puedo”? Alguien bueno ayuda siempre ¿no?

La otra derivada de los juicios positivos es que, si nos gusta que piensen eso de nosotros, es fácil que hagamos cosas para que se note que lo somos y que dejemos de hacer otras que pueden hacernos perder esa distinción. Si nos han dicho que somos inteligentes y nos gusta el “título”, es fácil que hablemos de lo que más sabemos y que esquivemos intervenir en temas que nos pueden dejar mal. Si creemos ser “generosos”, es fácil que seamos los primeros en ayudar a la mínima, en sacrificarnos por los demás. ¡Cuánto teatro inconsciente, cuánto esfuerzo para merecer una etiqueta que nos da seguridad!

En definitiva, los juicios positivos tienen un coste personal importante, por la presión (lo que los demás esperan, o yo creo que esperan, que haga en ciertas situaciones) y por el gasto de energía en demostrar que yo “soy” tal o cual cosa. En las reuniones de familia, parte de la incomodidad viene precisamente de que muchos sienten que no pueden relajarse, que tienen que actuar para merecer etiquetas positivas y para esquivar las negativas. Es quizá donde menos nos permitimos ser como somos, y eso frustra mucho.

¿Existe alguna alternativa? Hay una fácil: no hablar de lo que los demás son y sí de lo que hacen. Ser, todos somos de todo a ratos: inteligentes y merluzos, manitas y torpes, abiertos y cerrados, ordenados y desordenados. Somos humanos, punto. A las personas se las quiere y se las cuida, sabiendo que nunca van a poder “ser” nada fijo. Toca aceptarlas en su humanidad vulnerable y, si hay algo que no nos gusta de lo que hacen, conversamos con ellos, les explicamos qué nos sucede a nosotros cuando actúan así y pedimos un cambio (que, como ya vimos en otro artículo, el otro puede aceptar o declinar). Pero juzgar, etiquetar, tiene una carga mucho mayor de lo que parece incluso cuando la etiqueta es positiva. Si todos pudiéramos relajarnos y fluir con naturalidad, sabiéndonos aceptados y no teniendo que representar papel alguno, la vida sería mucho más liviana y las fiestas navideñas podrían ser de verdad fiestas ¿no os parece?

¿Qué juicio positivo pende sobre ti? ¿Cómo serías si no te esforzaras en mantener esa distinción? ¿Cómo sería tu vida sin etiquetas, limitándote a aceptar a los demás (y a ti) y ayudando a crear un ambiente relajado? ¿Qué puedes hacer distinto en esta Navidad? Las respuestas y otras preguntas, las tenéis vosotros…

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